
Hace dos años tratamos en Biosegura dos temas que hoy son de acuciante actualidad: la economía solidaria y el decrecimiento. Si bien entonces aún a muchos les sonaba a "cosas de hippies", hoy es muy necesario volver sobre estas cuestiones. En 2010 ya nos olían a chamusquina las medidas económicas que tomaban nuestros representantes (que aún gozaban de cierta credibilidad); pero en 2012 -vistos los caminos tan diferentes de Grecia e Islandia y comprobado el empeño de los poderes políticos en repetir la debacle helena con España- queda muy claro que estamos ante la mayor estafa global jamás perpetrada, consistente en recapitalizar el sistema financiero zombi -basado en la deuda- drenando la economía real (lo que producimos cada uno de nosotros con nuestro trabajo). Por el camino se caen los derechos más básicos, el sector público y el Estado, que se convierte en una estructura dirigida por ese ente abstracto conocido como mercados y que pasa al servicio de los intereses de las grandes corporaciones. Y lo curioso es que esto no es nada nuevo, es lo que viene sufriendo desde hace un siglo el mal llamado tercer mundo -especialmente África e Iberoamérica- cuyo jarabe (destilado por el FMI y el BCE) nos toca ahora probar en nuestros estómagos para purgarnos hasta la última gota de nuestras entrañas.
No entraremos en cuestiones macroeconómicas, -ni mucho menos escatológicas- algo que se nos escapa de las manos y entendimiento; ya están los periódicos para hacernos hervir la sangre e incrementar el sentimiento de odio e impotencia ante esta situación. Y esa impotencia es precisamente lo que hay que desechar de inmediato al ser muchas las posibilidades para plantar cara a este desafío. Olvidemos las guillotinas porque eso es algo estúpido, la violencia es justamente lo que busca el sistema para cortar por lo sano derechos como el de reunión, manifestación o la libertad de expresión. La clave está en no jugar en la medida de lo posible a este monopoly en el que la banca no admite lo inevitable y quiere liquidar la cohesión social en sus últimos estertores. Aquí es donde entra el concepto de decrecimiento, la economía solidaria y las monedas locales.
La única salida ante esta crisis es volver a lo cercano: consumir lo preciso (y a ser posible de procedencia local), reutilizar todo lo posible, compartir medios e intercambiar los frutos de nuestro trabajo. Esto no implica regresar a la era de las cavernas sino retomar una forma de vida que nunca se debió abandonar. Un modo de vida donde prime la colaboración y se fortalezca el tejido social en contraposición al egocentrismo consumista, donde el individuo vale según lo que aporte a la comunidad (sea esta aportación de la naturaleza que sea) y no por sus posesiones, donde el trabajo y los productos se intercambian en unas relaciones sociales basadas en la confianza y en el interés común. En los pueblos y zonas rurales se dan las mejores condiciones para este tipo de economía local, y de su rápida adopción dependerá la supervivencia de nuestras comunidades frente al expolio financiero. Este camino -que apenas un político propone- no es utópico, sólo requiere de la voluntad de cooperar con los demás, de abandonar la obsesión por el consumo y no dejarnos llevar por los modelos de comportamiento ni los sentimientos de culpa inducidos por los medios de comunicación de masas. De nuestra voluntad y de nuestra capacidad de organización depende que salgamos fortalecidos de esta crisis y no nos convirtamos en los esclavos de esas 90.000 personas que guardan un tercio del PIB mundial en paraísos fiscales.